Teuchitlán no es un caso aislado. Es la derrota moral de un país que no ha sabido enfrentar al crimen organizado, de autoridades incapaces —y sin voluntad— para frenar la impunidad, y de una sociedad que ha sido bastante permisiva ante el abandono de sus gobernantes.
El gobierno quedó exhibido en su absoluta incompetencia, con una actuación torpe. La sociedad no ha sabido exigir con la suficiente insistencia y, sobre todo, cientos de familias han sido mutiladas por la crueldad de los cárteles y la negligencia gubernamental.
Cada año nos hemos asombrado e indignado menos con descubrimientos escandalosos de sitios dedicados al asesinato de personas. Hemos pasado de la desaparición de individuos por disputas entre grupos criminales a horrores como las fosas clandestinas de San Fernando, Tamaulipas, donde migrantes fueron sacrificados por no poder pagar rescates. Ahora, en Teuchitlán, encontramos un centro de reclutamiento forzado de jóvenes, víctimas del hambre y la falta de oportunidades, con todo y sus tan mencionados programas clientelares de «Jóvenes Construyendo el Futuro»… a menos que convertirse en cenizas sea el futuro que les quieren ofrecer.
¿Qué tienen que decir las autoridades ante este panorama? ¿Siguen orgullosas de su programa Jóvenes Construyendo el Futuro, Sembrando Vida y demás tiradero de dinero? Mientras cientos de jóvenes se ven obligados a huir en busca de cualquier espejismo que parezca trabajo, lejos de sus hogares, el gobierno sigue creyendo que repartir migajas puede contener un rezago social que crece año con año. Si con las dádivas se viviera bien, no habría miles de cuerpos «sembrados» en el país por salir a buscar trabajo. De lo anterior obtengamos la siguiente conclusión: los jóvenes no quieren dinero gratis, los jóvenes quieren trabajar, aunque su vida vaya de por medio en la búsqueda de una vida con más aspiraciones.
Estaremos entonces de acuerdo en que, en el país donde los criminales en lugar de ser perseguidos son justificados por ser «seres humanos», el gobierno NO tiene excusas ante estos hechos tan atroces.
Fueron las madres rastreadoras quienes descubrieron el rancho usado para esas prácticas inhumanas. La Guardia Nacional tomó posesión del lugar, pero no investigó. “Es que el terreno era muy grande”, justificaron las autoridades. “Vamos a ver si atraemos el caso”, dijo el fiscal general. ¿Podemos confiar nuestra vida y seguridad a gente que recibe miles de millones de pesos y le da flojera trabajar?
No solo permitieron la impunidad de los responsables, sino que facilitaron que los delincuentes regresaran una y otra vez con grupos de jóvenes esperanzados en encontrar un trabajo digno, un mejor futuro, y reutilizaran el sitio para sus macabros propósitos.
Mientras los puestos de responsabilidad sigan ocupados por gobiernícolas más interesados en su fortuna personal y en proteger a sus compinches y correligionarios, seguiremos sin respuestas a necesidades tan elementales como la seguridad y la justicia. Entonces, pues, hagámonos responsables de nuestra vida y la de nuestra familia y exijamos la libre portación de armas ante la ingobernabilidad e incapacidad de las autoridades, que se preocupan más por investigar en qué gasté mi dinero yo que en detener a los narcos que están acabando con nuestros jóvenes.
La presidente Claudia Sheinbaum pidió el viernes pasado que “ya dejen en paz a López Obrador”. Nadie puede acusarlo de haber cometido personalmente atrocidades como las que hoy nos indignan, pero sí es responsable de haber permitido que ocurrieran durante seis largos años. Él asumió una responsabilidad pública, y por ello debe responder, aunque su mandato haya terminado.
Además, es imperativo que la presidente reconozca las omisiones del sexenio pasado para diseñar políticas de seguridad correctas. De lo contrario, seguiremos dando tumbos, por más que desde el extranjero nos presionen y señalen lo que está mal hecho.